Ella había pasado mucho tiempo tratando de evitarlo porque presentía los problemas. Si por ejemplo estaba en un lugar lleno de gente, contaba cuántas personas vestían de rojo o se embarcaba en conversaciones fútiles. No les resultaba fácil tirar la primera piedra y la tensión de la espera agregaba un toque agridulce. Ambos sabían que ya era tarde para curarse.
Ella había estudiado sus movimientos largo tiempo y se había detenido en lugares insospechados como el vello de sus brazos o los cordones gastados de sus zapatillas. Sabía que se comía las uñas y se daba cuenta cuando estaba triste por el brillo de sus ojos. El a veces no podía disimular que le gustaba y cuando se descuidaba le dirigía una de sus largas miradas.
Estuvieron meses en una suerte de absurda guerra fría de aparente indiferencia. Pero ya tenían la idea y era sólo cuestión de tiempo para que se pusieran de acuerdo. La calma antes de la tormenta estaba por quebrarse.
Esa noche era ahora o nunca para ellos. Más ahora que nunca a partir del momento en que él se ofreció para llevarla.
- No me digas que nunca pensaste algo como eso- le dijo él en el semáforo.
- Sí, es cierto. Vos sabés mejor que yo como termina la historia y miento si te digo que no- le contestó ella cuando cruzaban la calle.
- Y como nadie se dio cuenta, después la embarrás del todo porque ya que te ensuciaste…
- Es el sabor de hacer lo que se supone que no se debe hacer, ¿no?
El asintió y dobló en la esquina. La última frase resonaba entre ellos. El la miró detenidamente mientras ella le indicaba dónde quedaba su casa. Observó con atención el movimiento de sus manos señalando y el color de sus uñas. Ella se dio vuelta y advirtió lo que decían sus ojos. No se esforzó por ocultarse porque ya no tenían por qué resistir al aire que libremente fluía. Ya no tenían que dar ni que pedir consejos. Ni que pensar en hacer las compras o en trabajar hasta tarde. Nada. No había nada entre ellos que lo tenían todo: un hermoso caos esperándolos.