Estaban ahí, se dio cuenta, los trazos de los símbolos que le indicarían el camino. Después de todo, siempre se las había arreglado para volver a casa.
Uno, dos, tres puntos para completar la figura sagrada. Mucho tiempo después seguirían resonando los ecos y las imágenes refractadas. Lo había dejado todo lejos y no pararía hasta conseguirlo. No importaba cuánto tiempo faltara, ya había empezado a ser el momento.
Libre al fin de pensar en el amor perdido, no quería nada propio, ni siquiera su cuerpo que a veces la detenía. No necesitaba nada más que sus manos y la ayuda de algo más grande, algo que sabía que estaba ahí.
Algo que los demás también conocían; pero que por alguna razón buscaban golpeándose entre las paredes. Por eso vivían magullados, llenos de ansias de liberación. Hasta el momento en que pudieran convertirse en pura energía.
Un atardecer bajo la nieve, ella y el tigre se dieron cuenta de que algo estaba empezando en ese preciso momento. Permanecieron quietos y atentos observando el azul del hielo.
Luego, soplaría el viento fresco una mañana y en sus oídos les dejaría el mensaje.
Escribiría los símbolos, desde sus manos hasta sus brazos desplegados. Los colores se grabarían en su piel y el agua sería algo más que vida.
Llegaría ese momento, en que lo anticipado sería el presente y las piezas se conectarían con el todo.
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