jueves, 2 de septiembre de 2010

Hannah y su futuro


“Hay 400 sillones para que te acuestes y vos ya no sos mi problema”, le había dicho Hannah al terminar aquella discusión. Luego salió aturdida de tantas palabras vanas, del griterío y de la caravana de turistas de fin de semana largo de la tele. Se fue lejos a caminar por las calles sin nombre y se encontró en la puerta con un montón de rostros idénticos que miraban la hora y preguntaban cuándo.
-¿Cuándo qué? ¿Cuándo van a ser felices en el medio de este sistema que se alimenta de miserias? ¿Cuándo van a ser felices cuando a unos pibes les pegan un tiro en la cabeza en una ciudad blanca?-, pensó.
Se cruzó con otro que, al verle la cara, le pidió que le contara lo que le pasaba.
-Mira, le dijo, voy a contarte todo y después podrás decirme lo que te parece. La culpa fue toda mía, sí, porque reconozco que hice como en esas películas de terror en las que la rubia va hacia su muerte. Es que me hice mucho mal, sólo con pensar en lo que no debo pensar. También soy culpable de haber amado a quien no se lo merecía y en creer en eso de que siempre hay que poner la otra mejilla. Y por supuesto, tengo la culpa de comerme ese verso de que hay que levantarse temprano para ir a trabajar. Pero ya basta, no pienso vivir más preocupándome por lo que piensan aquellos que no se atreven a hacerlo y no me voy a disculpar por lo que soy: una mujer que trata de seguir sus convicciones-.
El otro se la quedó mirando fascinado y ella comprendió que lo mejor iba a ser que se fuera de ahí enseguida antes de meterse en líos nuevamente, porque a él se le estaban asomando los colmillos y a ella le tocaba ser siempre la ovejita de turno.
Siguió caminando por las calles sin nombre y se cruzó con un grupo de conectados- desconectados que cantaban frases en arameo y la invitaban a prepararse para el fin del mundo. No se detuvo y terminó en un lugar lleno de gente y de pibes de remeras con letras. Se sentó en una mesa al fondo y se quedó observando el movimiento incesante de las zapatillas y los cabellos. Todo parecía transcurrir en cámara lenta, como aquella vez en que una jauría se le acercó pero no pudo con ella.
Al instante notó entre la multitud unos ojos que la miraban. De entre todos los de negro más negro, uno la miraba y volvió a sentir aquello que creía perdido. Inmediatamente dejó de pensar en todo lo que tenía que hacer y decir y se quedó con esa sonrisa y con esas pavadas que te hacen sentir bien cuando estuviste mal. Sabía que no tenía que preocuparse, porque el tiempo se ocuparía de ella y le daría lo que debiera tener. Y si no fuera así, entonces él la acompañaría a su casa y le señalaría el final del camino. Y a pesar de todo, eso estaba bien para ella.

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