No creía poder rescribir esa noche. Ni
llorar, al menos más que de bronca.
Outsider de todos lados, el callejón se
estrechaba y la empujaba a tomar una determinación. No quedaba nada a la vista
para agotar, ya la rutina le indicaba que si la seguía su vida sería eterno
aburrimiento.
Estaba aprendiendo a hacer las cosas
normales sin quererlo y esto la asustaba porque no era lo que esperaba de sí
misma. No quería ser parte del montón: no quería comprar la felicidad en cuotas
que le ofertaban; ni la casa con los niños con dientes perfectos o el marido
que no la iba a querer, para tener que separarse a los 50 y empezar de nuevo.
Se veía tan a la vista, que no hacía falta decir que era predecible.
No podía escribir cosas como estas sin
llegar a caerle mal a alguien. No estaba apurada, no pensaba salir en avisos
exitistas en los que sería tan solo una parte de su cuerpo. Como si esta fuera
la clave para por fin poder ser ella misma. Como si su valor dependiera de otro.
Tampoco tenía ganas de discutirles en la
cara a los demás o de explicar sus retorcidas maneras. Siberia sería el destino inevitable mientras
resistiera los intentos de normalización mental.
Había llegado al punto de no querer dar
razones para su aparente sin razón. Ni respuestas para preguntas capciosas
acerca de ideologías u opiniones tele dirigidas. Iba a hacer lo que siempre
creía haber hecho,
lo que ella quería.
Finalmente lo que le importaba no estaba
cerca de allí ni por un milímetro.
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